Cuando decidí que era tiempo de publicar lo que escribía no se me ocurrió mejor escudo que plantear la duda en la dirección de mi Blog. Me costaba tanto publicar que dejar marcado su condición de cosa pública me pareció la mejor defensa. Sin lugar a dudas este es un espacio para convidar. La idea era poder convidarles y compartir. Hoy me han convidado, a mí, un cuento. Entonces esto de compartir y convidar se va haciendo realidad. Espero que quien quiera compartir en este espacio lo haga y que ante la duda.... lo publique, así como lo hice yo.
Ante el público presente comparto este cuento hermoso que me han convidado. A su autor se lo agradezco.
Bienvenidos sean los confites.
Como todos los días, Pablo salía del trabajo con su mochila colgada al hombro derecho camino a la facultad. Como era previsible por ser una tarde de diciembre en Buenos Aires, el asfalto de la avenida marcaba una temperatura cercana a los 42ºC. La primera gota ya había pasado el nivel de las sienes y empezaba a recorrer los pómulos para acomodarse en el cachete. Con el antebrazo de su camisa, Pablo secó su cara y siguió con su andar firme. Para su suerte, ya no se detenía a escuchar las bocinas de los autos, el rugir de los colectivos, los insultos de los conductores, casi tan creativos como los insultos de los caminantes. En sus primeros días de residencia porteña, cuando llegó de su pueblo natal situado a sólo trescientos treinta kilómetros, estos sonidos llamaban realmente su atención.
Al cruzar la plaza, pasó por al lado de unos veinte o treinta manifestantes que reclamaban por algún derecho que creían justo que les otorguen. Se apenó al ver que no eran tenidos en cuenta ni por los supuestos receptores del reclamo, ni siquiera por la misma gente que caminaba por al lado de ellos. Decidió acercarse, aunque sabía que ya no iba a poder llegar a horario a su clase, para internalizarse con el problema y si era posible aportar lo que esté a su alcance. Pero su pena creció cuando uno de los manifestantes no supo explicar por qué estaban gritando y golpeando los bombos. Decidió seguir con su camino.
Cuando al fin llegó a la facultad, luego de un congestionado y sofocante viaje en subte, vio que la puerta estaba ocupada por estudiantes que no permitían el acceso al antiguo edificio. Se detuvo por un instante, pero sin darle demasiada importancia al hecho, siguió en dirección al interior del establecimiento. Dentro de las posibilidades que manejó, jamás pensó que tres de los estudiantes lo iban a empujar por las escaleras hasta la vereda amenazándolo con darle una golpiza si intentaba nuevamente ingresar. Asintió con la cabeza y sin omitir una palabra, dio media vuelta y emprendió el viaje a su casa con un sentimiento de indignación y bronca atravesado en el pecho. Estando sentado en el colectivo creyó que iba a llorar pero se sorprendió al darse cuenta que su frialdad no se lo permitía. Esta sensación era nueva para él, nunca imaginó que este tipo de hechos los iba a poder digerir tan rápidamente.
La casa de Pablo estaba bastante alejada de las zonas céntricas de la ciudad. Debía bajarse al final del recorrido que hacía el colectivo, motivo por el cual se dejaba llevar por los vaivenes del vehículo y comúnmente caía en profundos sueños sin miedo a pasarse de su parada y perderse. Ese día, no fue la excepción. El chofer moviéndolo un poco de los hombros, le dijo en un tono grave: “Pibe, llegamos. Te tenés que bajar”. Habrá sido por lo que acontecía en sus sueños o por lo repetida que era esa situación con exactas palabras de parte del conductor, Pablo le sonrío, realizó un gesto de agradecimiento, se colgó la mochila al hombro y se bajó. Le quedaba caminar las mismas cuatro cuadras de siempre y ya estaría en su casa, a la que tanto disfrutaba arribar.
Llegando a la esquina, luego de saludar a Mario, el dueño del almacén, y a Celia, la famosa abuela de los veintiún gatos, lo interceptaron dos chicos. Uno estaría recorriendo la escuela secundaria; el otro aún se lo podría considerar como una criatura, al que su edad no pasaba el dígito. Sin darle tiempo a entender lo que estaba pasando, los dos niños le gritaron que les dé el dinero que llevaba en el bolsillo. En ese momento se acordó de su madre que siempre le decía “Pablito, nunca estés con la plata justa. Nunca sabés si la vas a necesitar”. Automáticamente, Pablo estiró su mano entregando la mochila acatando el pedido. El mayor de los interceptores la revisó y al ver que sólo había libros, cuadernos y algunas monedas sueltas, sacó un revolver del bolsillo de la campera y le disparó tres tiros en el pecho a Pablo.